Nuestra indiferencia ante la generalización de lo grosero y chabacano esconde el deseo de aparentar ser más modernos, más desinhibidos, sobre todo más jóvenes.

Desde hace algunos años se está generalizando en los medios de comunicación el empleo de un lenguaje vulgar y grosero, cuando no abiertamente soez. No se trata de situaciones excepcionales mediante las que se busca relatar algún hecho particular o reproducir un diálogo circunstancial, sino del modo en que rutinariamente se dirigen al público quienes lo hacen desde la radio o la televisión. Los participantes en esas emisiones también se tratan entre sí recurriendo al más variado repertorio de insultos e improperios dichos en un tono que trasunta descalificación mutua y hasta violencia.

Lo grave es que, como la escuela ha renunciado a enseñar la lengua porque considera que basta con que los niños la hablen, los verdaderos maestros de los chicos son hoy esas personas que así se expresan desde los medios de comunicación. La enseñanza de la lengua en la escuela pretendía introducir a los alumnos en el manejo de la lengua pública. Pero hoy, al haberse borrado las fronteras entre lo público y lo privado en todas las actividades sociales, la escuela también ha desertado de esa tarea y los chicos aprenden la lengua de quienes, para expresarse públicamente, recurren a un habla que incluso llega a ser aún más cruda que la que utiliza su propia familia en privado. A propósito de esos nuevos maestros, afirmé en estas páginas hace más de una década: ”El lenguaje vulgar que emplean, que cosifica y degrada al ser humano, no hace sino reflejar interiores vulgares y hasta ha perdido ya todo efecto provocador. El repertorio de groserías sucumbe, devaluado por la inflación. El lenguaje pretendidamente actual, convertido en chic, revela ignorancia, primitivismo, escaso repertorio de palabras”.

En esa misma nota sobre la devaluación de la lengua recurrí a un párrafo de Václav Havel en el que el destacado intelectual checo y ex presidente de su país se interrogaba: ¿Quién plaga el lenguaje y la conversación con clichés, con una sintaxis mal estructurada y con expresiones putrefactas que fluyen negligentemente de boca en boca y de pluma en pluma? ¿No son estos severos ataques al lenguaje también asaltos contra la raíz de nuestra identidad? ¿Y nosotros, que los usamos bastante gustosos, no somos también responsables de ellos?”. Efectivamente lo somos con nuestra indiferencia ante esta generalización de lo grosero y chabacano, indiferencia que esconde en realidad el deseo de aparentar ser más modernos, más desinhibidos, más desprejuiciados, sobre todo, más jóvenes. Es tal la presión social para justificar esas prácticas que, ante el peligro cierto de ser acusado de puritanismo, me siento obligado a aclarar que me mueve a escribir estas líneas la genuina preocupación por la calidad de las palabras que construyen el mundo interior de las nuevas generaciones. Porque, como decía el biólogo y Premio Nobel francés François Jacob, “somos una mezcla de ácidos nucleicos y recuerdos, de sueños y proteínas, de células y palabras”.

Tal vez la mejor síntesis de lo que intento expresar se encuentre en un párrafo del ensayo La lengua sucia, del intelectual y político venezolano Arturo Uslar Pietri, que señalaba a mediados del siglo pasado: “La palabrota que ensucia la lengua termina por ensuciar el espíritu. Quien habla como un patán, terminará por pensar como un patán y por obrar como un patán. Hay una estrecha e indisoluble relación entre la palabra, el pensamiento y la acción. No se puede pensar limpiamente, ni ejecutar con honradez lo que se expresa en los peores términos soeces”. Uslar Pietri concluye con una frase memorable: “Es la palabra lo que crea el clima del pensamiento y las condiciones de la acción”. Gran cierre para una lúcida descripción de las consecuencias del deterioro de un patrimonio común que no ha hecho sino agravarse con el transcurrir del tiempo ante la indiferencia cómplice de todos.

Guillermo Jaim Etcheverry

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