“Ojalá pudiera morir más veces para decirte cuánto lo siento”. Entre las muchas palabras que un condenado a muerte en Texas, Estados Unidos, podría haber dicho antes de ser ejecutado, fueron estas las que eligió. Otro, más lacónico pero no menos duro, se despidió con un clarísimo “Me lo merezco”. Un tercero tuvo solo un deseo: “Me gustaría pedir disculpas a la familia de la víctima”.
Culpa. Eso es lo que expresan estas frases dichas por hombres que se sabían responsables de los delitos de los que eran acusados y por los que estaban a punto de ser ejecutados. Sin dudas, se trata del sentimiento más desbastador que el ser humano pueda experimentar. Tan fuerte es su peso que los griegos lo inmortalizaron en la figura del trágico Edipo, rey de Tebas, quien habiendo asesinado a su padre y desposado a su madre sin saberlo, frente a la revelación de la verdad se sintió tan asfixiado, oprimido e irreversiblemente condenado por su propia conciencia que optó por la autoflagelación como forma de castigo por un delito que había cometido en la inconsciencia. Así, el rey incestuoso se arranca los ojos y se impone a sí mismo el exilio, castigo más severo que la muerte según la ética aquea.
Sé por experiencia, como tristemente lo averiguamos todos, que la culpa es uno de los sentimientos más devastadores que se puedan experimentar. Nuestra sociedad promulga con justeza que si hay un culpable, debe haber un castigo. Sucede que cuando nosotros mismos nos descubrimos responsables de actitudes o decisiones incorrectas, cuando asumimos el error cometido, ese mecanismo de condena funciona con precisión aplastante. Porque yo puedo perdonar la ofensa del otro, pero ¿cómo perdonar la que yo infrinjo, además, contra mí mismo?
Además de la tragedia de Edipo, hay en la literatura muchas historias sobre la culpa. Tal vez la más famosa sea el relato bíblico de la traición de Judas: entregó a su propio maestro aunque, él lo sabía bien, nada malo había hecho. La envidia, el rencor y el desprecio fueron más fuertes. Lo vendió por poca cosa: treinta monedas que después, atormentado por la culpa, quiso devolver. No pudo y terminó colgándose, imponiéndose el castigo que creía merecer y que, sabía, la sociedad de su tiempo nunca le aplicaría. Porque Judas no había hecho nada malo ante la ley de los hombres; tarde, descubrió que no es el único tribunal frente al que rendir cuentas. Hay otro, personal e inexorable: la conciencia. Se la puede engañar, acallar y hasta distorsionar. Pero cuando se pone en marcha, resulta capaz de los mayores castigos.
Algo de eso hay también en la célebre novela de Fiodor Dostoyevski Crimen y castigo, donde el autor ruso relata las peripecias del estudiante Rodión Raskólnikov, quien asesina a una anciana para luego sucumbir frente a la culpa. Hasta el día de hoy, no alcanzo a comprender cómo logra Dostoyevski meterse de tal modo en la cabeza de un criminal para llevarnos hasta el paroxismo de la culpa. Porque hay que decirlo: Rodión se merece el sufrimiento que padece, pero también la expiación. Políticamente incorrecto en un tiempo donde se justifica el crimen por su circunstancia, Dostoyevski es durísimo con su criatura, no le perdona nada y le hace encontrar la calma en el mismísimo infierno. Crimen y castigo es la más radical de las novelas criminales, porque la culpa es el detective más inexorable. Con su pluma certerísima, el ruso nos hace comprender que necesitamos la redención. Así, propone la pena frente al delito no como un castigo, sino como una forma de recuperar el equilibrio ético perdido.
La culpa es una señal de alto, un mecanismo primigenio que nos marca cuando estamos obrando mal; nos mueve al arrepentimiento y este, a la reparación del daño causado. El círculo parecería cerrar, pero lo cierto es que no basta. Lo que se arregla nunca queda igual, así que por más esfuerzo que hagamos, nunca podremos volver atrás.
Entonces, la pregunta clave es cómo superar la culpa. Creo que el regodeo en la propia culpabilidad como proponen ciertas tendencias religiosas es tan pernicioso como relegarla a un segundo plano o considerarla un lastre para el avance personal. Cuando hemos hecho algo mal, la única forma de revertirlo es asumir el error. La culpa es una llamada a la introspección, al replanteo de las bases que sustentan nuestro accionar. Frente a ella, lo mejor que podemos hacer es detenernos sin inmovilizarnos, reflexionar, reparar el error cuando fuese posible y en cualquier caso, proponernos no volver a transitar por el sendero equivocado.
Se dice fácil, claro, pero es difícil de poner en práctica. Por eso, es un desafío, uno de esos que debemos asumir con urgencia.