Para interpretar y comprender el presente, necesariamente debemos recurrir a la Historia. Ella nos obliga a indagar el pasado para redescubrirnos y adquirir, así, el conocimiento de lo que la especie humana ha sido y de lo que, efectivamente, es. Por lo tanto, para construir una opinión fundamentada sobre un determinado tema, no basta con interpretar el acontecimiento en sí mismo, es necesario observar todo el ámbito contextual en el que se produce. La Historia es una cadena infinita de eslabones engarzados de causas y efectos, es un proceso dinámico durante el cual el hombre, y no la mujer, se ha considerado a sí mismo como el auténtico creador. Podemos preguntarnos: ¿Qué función le cabe a una mujer en este engranaje? ¿Qué rol ha cumplido, o le han asignado, para contribuir a los cambios y transformaciones de cada proceso histórico? ¿Qué jerarquía social o de género la ha dignificado o degradado? ¿Qué espacios ha sido capaz de reclamar a través de su lucha? En términos más profundos y sencillos: ¿Qué es una Mujer? Este es nuestro objetivo: explicarla.
No hay indicios en la Prehistoria, ni en el paleolítico ni en el neolítico, que indiquen el dominio de unos sobre las otras, en todo caso hay una división del trabajo que no era más que una división de subsistencia en situación errante o conviviendo en una aldea de escasa población.
Partimos de la Antigüedad pues entendemos que allí se forjó el rol para la mujer de Occidente. Un modelo que se impuso hasta mediados del siglo XX. Incluso podemos asegurar que los primeros síntomas de dominio se producen en el origen de los pueblos mesopotámicos frente a la necesidad de crear una especie de Ciudad Estado con jerarquías muy definidas, surgiendo así los conceptos de Rey – Faraón – Ensi. Con la escritura nace la ley y una autoridad aceptada por todos, nace un poder que involucra tanto lo político como lo religioso.
Pero, ¿Dónde se apoyan los fundamentos masculinos? ¿Cómo ha contribuido la mujer al imperio del hombre? ¿Qué razones hay para justificar la subordinación atemporal de unos sobre otros? ¿Diosas o enemigas acérrimas? ¿Procreadoras o sexualizadoras? ¿Madres y Esposas o Madres y Esclavas?
Lo cierto es que las funciones específicas, si bien al principio se fueron decantando naturalmente, con el tiempo se fueron imponiendo con o sin resistencias.
Desde que las razas se expandieron en distintas migraciones de pueblos lejanos, la lucha por la tierra creó la necesidad de un ejército para la guerra, ámbito exclusivamente masculino. La expansión territorial y los contactos con otras culturas forjó el comercio a distancia y la figura del comerciante. Es decir que, tanto la guerra como el comercio, fueron funciones específicas del varón que descubrió al mundo y permitió forjar su identidad. En cambio, a la mujer se le asignó su rol de madre y esposa, cuyo espacio se reducía al hogar y su identidad al contacto con un mundo pequeño.
Ya Homero, en sus obras nos plantea el significado y valor de las hijas vírgenes buscadas para el mejor postor. La posesión de la tierra productiva y del ganado sería la forma de conquistar a una buena joven, incluso un hecho heroico que sirviera para competir honorablemente.
Pero este formato muy primario aún, debía ser ratificado por el pensamiento filosófico. Es entonces cuando la Grecia Clásica irrumpe con su modelo original de democracia y con sus extraordinarios representantes del pensamiento humano, Aristóteles y Platón. Ambos, aunque de muy distintas maneras, justifican la subordinación femenina al varón.
El único modelo que aparece como excepción será el caso de las espartanas, probablemente también en alguna isla del Egeo (Lesbos), pero no hay indicios concretos de matriarcados más allá de cierto respeto que se tiene a la mujer por su doble condición de madre – esposa.
La literatura nos permite entrever estas conclusiones tanto a través de la comedia como en la tragedia griega. Sófocles, Esquilo, Aristófanes y, más tarde, Plauto (en Roma). Un sinfín de poetas y Safo, poetisa de la isla de Lesbos, expresan sentimientos profundos pero también temerosos de la acción de la mujer. Hesíodo lo expresa en su Teogonía, donde aparece el mito de Pandora como castigo y, así, en cada texto una clara preocupación masculina por las libertades femeninas, cuyo territorio no iba más allá del oikos griego o la casa romana, el mercado y el templo, siempre resguardada en una túnica entera y envuelta en una gran manto que cubría su cuerpo.
Hay que reconocer, eso sí, que pese a las limitaciones que tenía la mujer para socializar con el mundo, no se privaban de lucir joyas de toda índole, peinados a la moda y túnicas teñidas, aunque estos beneficios estéticos eran más bien propiedad de las bien casadas.
El contexto romano permitió a la mujer mejorar sus derechos patrimoniales, pero nunca podían decidir por sí mismas, ya que el derecho romano (como hasta no hace mucho tiempo) condicionaba a la mujer que siempre quedaba subordinada a un varón (padre, marido, hijo) para decidir sobre sus bienes.
La mujer de algún modo se convirtió en una eterna adolescente dependiente de la masculinidad del entorno familiar. La llegada del Cristianismo primitivo fue un momento en el cual, tal vez, pudo haber alcanzado mayor independencia desde la perspectiva de la igualdad, pero pronto la Institución reglamentó su función tal como había sido concebida desde un principio.
Mucho de lo que se definió en aquellos tiempos remotos se extendió hasta el siglo XX, cuando finalmente, la mujer logra el acceso al voto, a la acción política, al trabajo, a su independencia económica y a la conquista de una identidad propia, alcanzada cuando se rompieron las fronteras y los límites de lo que no estaba permitido.